¿Cuánto pesa el corazón de un gato? por Federico Traeger
Según la información que encontré en Google, el corazón de un gato pesa, en promedio, entre quince y veinte gramos; o sea, entre una cucharada sopera de azúcar y una de arroz. O lo mismo que dos lápices. O la mitad de mis anteojos. Pero lo interesante para mí no es el volumen ni el peso, sino cuánto late, cuánto ama, cuánto añora el músculo cardíaco de mis felinos. Si pregunto nuevamente en Google y en español cuántas vidas tiene un gato, me sale que siete. Si hago la misma pregunta en inglés, me dice que nueve. En fin, supongo que no es lo mismo I love you, que te amo, ni pussy que gatito.
No voy a hablar aquí del protagonismo de los gatos en la iconografía religiosa del antiguo Egipto ni de su rol en la brujería de la Inglaterra medieval; tampoco de si ver un gato negro es de buena o mala suerte y mucho menos hablaré de la ailurofobia, o fobia a los gatos, ni de porqué algunas personas son alérgicas a ellos. Si algo he aprendido durante los años con mis mininos, es que cada uno tiene una personalidad única. Existen, obviamente, algunas similitudes en común, como su fascinación por el movimiento. A mis gatos les atrae tanto un objeto que se mueve, como a mí la ficción o el sonido de las palabras. Hoy en día, soy el afortunado admirador, esclavo, aliado, compañero de silencio y cómplice de miradas, de tres hermosísimos gatos. Iba a decir “dos hembras y un macho” como si eso aportara a su descripción. Lo importante, sin duda, son sus nombres: Nina, Juan y Basurita.
Comienzo con Nina. ¿Yo la rescaté o ella a mí? La respuesta fulgura en sus iris ambarinos. Yo estaba en un pub con un amigo, en Houston, oyendo a un grupo de blues. Nos encontrábamos en una terraza. Llevábamos varias pintas de Guiness y el mesero acababa de poner ante mí un plato con fish & chips. Vi una pequeña sombra aparecer. Los ojos de una chachorrita con cara de puma me miraron como si me conocieran de toda la vida “¿te vas a comer todo eso?”, parpadeó. Acto seguido, metió su carita en mi platillo. El mesero se disculpó. Me dijo que esta segurísima de sí misma criatura vivía en algún escondrijo en el estacionamiento. “I’ll be right back”, le dije a mi amigo y atravesé la calle, emocionado, hacia un almacén donde compré una jaula portátil. Regresé y al poco rato metí a la minina y me la llevé a casa. Años después, cuando me regresé a México, ella se vino conmigo. Nina es mi dueña. Me cuida. Me pule la mirada. Sabe cuando estoy triste, nostálgico o enfermo. Me da leves mordiditas amorosas. Me peina con su boca. Soy suyo. Nina representa la certidumbre de dos almas que se reconocen.
Sigo con Juan. A Juanito lo trajo a casa el hijo de Mercedes, mi esposa. Oyó un maullido casi imperceptible. Lo encontró sucio y temeroso debajo de un camión estacionado en la calle. Era más ojos que cuerpo: una criaturita con pocas semanas de vida. Me cabía en la palma de la mano. Estaba desnutrido, pero de inmediato se convirtió en un duendecillo amoroso que daba saltos mortales hacia atrás, como los luchadores. Yo me curo del tiempo en sus ojos mitad diablura y mitad bálsamo. La misión de Juan es convertirse en miel, se unta en mí y me dulcifica. Tiene cara de niño iluminado, y lo es. Estuvo al borde de la muerte hace un año. Todos los viernes debe ir al veterinario a que le inyecten suero para hidratar sus riñones que casi dejaron de funcionar. Juan es un sobreviviente. Es frágil y fuerte, es feliz y muy mimado, contiene la bondad y el amor que hacen vibrar al universo.
Basurita. ¿Por qué se llama así? Parecía un montoncito de pelusa recién barrido, en el centro de adopción. Era tan chiquita que no pesaba. Podía uno desplazarla con un soplido. Su carita achatada, mezcla de angora con resbaloncito de barrio, tenía miedo. Nunca se le quitó. Basurita es recelosa y tímida. En vez de caminar, huye; en lugar de acurrucarse, se esconde. Soy el único humano al que le tiene la confianza de subírsele encima y dejar que le rasque la panza. Más que mirar, me cobra. ¿Qué me cobra? No lo sé, pero sus ojos redondos afirman que algo le debo. Por lo general un buen rato de caricias salda la deuda, aunque al día siguiente le sigo debiendo. Es muy fácil perder de vista a Basurita, pues se mimetiza con un trapo tirado o una bufanda sin lavar. Señas particulares: Basurita es la intersección más sutil entre el otoño y el invierno. Basurita es la hora en la que se mete el sol. Basurita es el amor que emerge de cualquier escondrijo.
Esta es mi trilogía felinesca. Mis tres gurús. Mis remansos espirituales. ¿Cuánto pesa en realidad el corazón de un gato? No lo sé, pero el llanto más profundo, largo y salado que jamás empapó mi cara, fue cuando, por órdenes del médico, antes de nacer mi hija, debí regalar a Paco, mi gato entrañable, pues no podría tenerlo conmigo en mi departamento en Nueva York. Entre las rejillas de la jaula portátil, los ojos de Paco me dijeron el adiós más adiós, el más definitivo, el más fraternal, comprensivo, triste y elocuente. Al partir, tuve que detener mi auto y llorar en voz alta en pleno freeway, cegado por ríos de una tristeza que llevaba siete o más vidas inundándome en silencio.
Novelista: Haz el amor y no la cama, Cuando todo era para siempre, Amores adúlteros.... la historia completa, con editorial Alfaguara y libro juego Lo que no mata enamora, con editorial Planeta. Cuentista: Epidemia de comas, editorial Palabra y voz y El día del informe, Universal, editores, Miami. Publicista, músico, poeta y gatúbelo.
Comentarios
Si, los Mininos se roban toda nuestra admiración, tiempo, amor.
Con ellos se comparten muchas cosas, son hermosos.
Me cautivo la historia de cada uno.
Me encantó!!!
Me conmovió mucho la historia de estos 3 gatos ,, sobretodo la de Juan , que afortunados son ellos y su humano que los adoptó .